17-NI OFICIAL, NI CABALLERO



     Pasé dos días metida en la cama, más por el estado anímico en el que me encontraba que por el asunto de los ojos, que, afortunadamente, evolucionaban bien. Cuando me decidí a retomar el ritmo normal de mi vida, si es que yo había tenido alguna vez una vida normal, no me resultó nada fácil.
     Mi futuro no se presentaba muy luminoso, lo único que tenía claro era que por mucho que uno intente cambiar, hay personas que nacen con estrella y las hay que nacen estrelladas, y yo era de estas últimas.
    De nada valió toda la buena voluntad que puse ni el despilfarro que hice, yo siempre sería como los demás me veían, una estrecha, una anticuada y una panolis y no lograría jamás contarme entre el resto de la gente como una más.

    Cuando me levanté de la cama y vi en la sala todas las bolsas llenas de ropa que me había comprado, me dieron ganas de tirarlas por la ventana, no sabía qué hacer con ellas, aquello ya no me servía para nada como no fuese para recordarme que había tenido una tarde en la que otra Puri se metió dentro de mí y se paseó por ahí con mi cuerpo, otra Puri llena de ilusión, que pensó que podía cambiar, que soñó que con una capa de maquillaje se podían tapar no sólo las imperfecciones de la piel, sino también las de la mente, una Puri que quiso ser moderna y hasta atractiva y se quedó en mema, en payasa, y que lo único que logró fue que sus sueños de grandeza se estrellasen contra el suelo.

   

  Los sentimientos encontrados de no tener ganas ni de sacar la ropa de las bolsas, a la vez que me remordía la conciencia por el dinero que había gastado, hicieron que por fin me decidiese, al menos, a colgarla en un armario, porque se estaba poniendo todo hecho un trapo.
   Me sentía incapaz de ponerme aquellas prendas alegres y desenfadadas con el estado de ánimo que tenía. ¡Y pensar que todo lo había hecho por cambiar de look...! Claro que el cambio lo conseguí, porque pasé dos días con los ojos como una rana, y puedo asegurar que en aquellos momentos hubiera dado dinero por tener otra vez mi imagen, la de toda la vida, la que fuese como fuese, al menos tenía dos ojos normales y no dos esferas inmundas y gigantescas en la cara.
      Me hice a la idea de que lo mío era genético, yo había nacido así, supongo que cuando mi madre dio a luz no le dijeron si había tenido una niña o un niño como a todo el mundo, supongo que le dijeron: “ha tenido usted una chica formal”, y eso era para siempre. Podía asumirlo o consumirme, así de fácil, pero estaba claro que era definitivo.
    No me quedó más remedio que volver a mirarme al espejo y pensar que el día que se repartieron los cuerpos serranos, a mí se me había asignado este y no podía cogerme un cabreo de campeonato cada mañana al volverme ver.

     Ya sé que aún me quedaba el remedio de la cirugía, pero por ahí sí que no paso, porque yo, si de algo voy sobrada en la vida, es de miedo. No puedo evitarlo, los quirófanos me imponen, me aterra pensar que durante un tiempo estaré dormida, y no me enteraré de lo que están haciéndome, que quizás no me despierte más, que a lo peor, las paso canutas y tampoco me sirve de nada, porque visto lo visto, ya no me queda más remedio que pensar que yo soy un poco gafe en lo que a cambios se refiere. Aparte de eso, con el estado de ánimo que tenía en aquellos momentos, si me hubiesen preguntado de qué quería operarme, hubiese dicho que de todo, porque desde la nariz hasta los tobillos encuentro cosas que modificar, con lo cual, es mejor no tocar a nada, porque iba a ser más barato hacerme nueva. Además, sigo pensando que los quirófanos etán ahí para solucionar situaciones incompatibles con la vida, y lo mío era compatible, al menos con una vida como la que había llevado hasta entonces, que las hay peores, caramba.
       -¿Cuándo estrenas alguno de los modelitos que compramos, Puri?- me preguntaba Marta cada vez que me veía con mi ropa habitual.
       Pero yo le iba dando largas, no me atrevía, me daba una vergüenza tremenda salir a la calle con aquella facha, sin darme cuenta de que hoy en día llama más la atención el que sale por ahí vestido de “normal” que el que lleva diez centímetros de plataforma.
     Pero al fin, un día me dio la ventolera, me armé de valor y me dije que tenía que estrenar algo de aquello porque para eso me había gastado el sueldo del mes en ropa, y lo hice ¡vaya que sí!
     -¡Purita! ¿Qué pasó? ¡Qué nota!
    Nelson al verme aparecer por la mañana para ir al trabajo con aquel cambio se quedó blanco, bueno, es una manera de decirlo, porque ese chico no se queda blanco por muy gordo que sea lo que pase.
     Marta sí, Marta palideció un poco más al verme, pero se recobró pitando para, tan discreta como siempre, empezar a hacer aspavientos y a vocear lo “mona” que estaba. Sólo le faltó llamar a la banda municipal, yo que quería que nadie se diera cuenta, no me acordaba de que pasar desapercibida a su lado, es imposible.
     Menos mal que, al llevarnos Nelson en el coche, no tuve que andar mucho por la calle con mi nuevo atuendo, porque creo que no hubiera sido capaz.
     Al llegar a la oficina, y no tener más remedio que salir del coche, sentí unas ganas tremendas de que me llevasen el ordenador allí, no me sentía con fuerzas de subir, pero Marta tiró de mí y juntas nos dirigimos al interior, ella tan campante, y yo estirando la falda todo lo que daba de sí y subiéndome el escote como si temiera que se me escapase algo por él. Sólo me faltó esconderme detrás de unas ramas y caminar camuflada, como en las películas de guerra.
     Cuando llegamos a nuestro departamento, entré con la cabeza agachada y sin mirar a nadie. La gente ya estaba a lo suyo porque nos habíamos retrasado un poco más de lo normal, la verdad es que siempre llegamos más tarde que los demás, y pensé que era lo mejor para que nadie se fijase en nosotras, porque a primera hora hay mucha concentración y después ya nos vamos relajando todos. Pero no me podía salir algo bien, era mucho pedir, lo comprendo.
    -¡Buenos días a todos y todas! – dijo Marta como si fuese la ministra de Igualdad- ¿Qué os parece este bombonazo que traigo aquí? ¿No es fantástica? ¿A que está guapa? Pero mujer, ven aquí, no te escondas...
     Sólo les faltó tirarme cacahuetes y hacerse una foto a mi lado para que en aquel instante yo confirmase la impresión que tenía de que no era sino un mono de feria.
Dejaron lo que estaban haciendo, se levantaron, me abrieron una especie de pasillo hasta mi mesa, mientras yo pensaba que seguramente en aquel momento se me rompería un tacón y me pegaría un mamporro allí en medio.
     Entre carambas, olés y silbidos de admiración, conseguí llegar a mi silla y lanzarme a ella. Sólo fui capaz de articular una frase:
    -No es para tanto- dije, por decir algo, la verdad.
     Pero supongo que para ellos sí que era para tanto, porque acostumbrados como estaban a verme siempre con el mismo corte de ropa clásica, les debió de chocar un montón que apareciese con aquella faldita que se empeñaba en subírseme y aquella camisa que se empeñaba en bajárseme, aunque creo que el cambio resultaba más fácil para los demás que para mí misma.
     No sabía cómo sentarme, me parecía que tenía más piernas que otros días, porque nunca me había costado tanto trabajo colocarlas. La dichosa falda se enroscaba si se me ocurría cruzarlas y tenía pánico de romperme las medias y estar toda la mañana con una carrera haciendo la birria, porque lo que está claro es que por muy puesta que vayas, como te hagas una carrera en la media, nadie se fija en lo demás, todo el mundo te mira a la carrera.
    -¿No te quitas la chaqueta, Puri? – me preguntó Maria José que ya debía de haberse percatado de que yo no tenía ningún interés en quitármela.
    La verdad es que allí dentro hacía mucho calor y me estaba asando, la calefacción estaba a tope y yo, embutida en una chaqueta de lana roja, muy bonita, muy llamativa, pero asfixiante. Sin embargo, no me sentía capaz de quitármela, sólo de pensar que tenía que ir a colgarla hasta la percha y volver a mi mesa, andando por allí, con aquellos zapatos de tacón, se me hacía imposible a pesar de que ese recorrido lo hacía cien veces cada mañana.
   Además, aún me faltaba lucir bien la camisa que llevaba, porque así, con la chaqueta, no se notaban tanto las transparencias, pero no tuve más remedio que quitármela, porque estaba literalmente ahogada, y Juanjo, que debió de darse cuenta, se ofreció muy amable a llevarme el bolso y la chaqueta a la percha, así que, no era cosa de despreciar la cortesía, para una vez que tenía un detalle conmigo.
   Y allí me quedé, como si me hubiesen pegado a la silla, con la faldita sube y baja, las piernas rígidas, la blusa insinuante y la terrible sensación de estar desnuda.
   Además, aunque las lentillas no me las había vuelto a poner porque todavía tenía un poco enrojecidos los ojos, me había dado un poco de colorete y sombra en los párpados, y lo que en casa me había parecido bastante discreto, allí me parecía como si me hubiese pintado de carnaval, y cada poco me pasaba un pañuelo por la cara porque no quería que nadie se pensase que me había pasado.
  Aunque no me moviese de la silla, tenía controlado a todo el mundo con el rabillo del ojo, sabía los que de verdad habían admirado mi cambio y los que se daban codazos mientras contenían la risa pasándolo bien a costa mía, incluso los que pasaban de mí olímpicamente, y entre esos últimos, estaba Mario, ¡y pensar que yo había montado todo aquel jaleo para impresionarle!
   ¿Sería que, efectivamente, era un tímido y no se atrevía a decirme nada? O quizás ¿había quedado tan impresionado que no era capaz de articular palabra?
   Yo estaba pendiente de sus movimientos, de sus gestos, de todo cuanto hacía, pero ni por un momento pude intuir en sus gestos la más mínima intención de mirar hacia mí.
   Me dio como una especie de bajón, porque claro, podía engañar a todo el mundo diciendo que me apetecía cambiar y todas esas bobadas, pero a mí misma no podía darme el camelo, y yo sabía que mi verdadera intención, había vuelto a fracasar.
   En aquel momento, justo cuando yo estaba que no localizaba mi autoestima de tan baja como había caído, él se levantó de la silla, cogió un montón de papeles y se dirigió a mi mesa.
  Es curioso la de cosas que da tiempo a imaginarse en los cuatro pasos que puede haber entre unas mesas y otras, pero yo imaginé de todo. Pensé que vendría y me diría algún piropo, que me invitaría a salir esa tarde para celebrar mi cambio, que quizás quisiera que comiésemos juntos, ya mismo, nada más salir, que me cogería en brazos y me sacaría para siempre de aquella oficina, mientras por la megafonía sonaba a toda leche la música de “Oficial y caballero”…
  No sé la cara de idiota que pondría mientras venía hacia mí y barajaba vertiginosamente todas aquellas maravillosas posibilidades en mi cabeza sin saber cuál era la mejor. Tampoco tuve que descifrarlo mucho, porque cuando le tuve a mi lado, me cerré un poco la camisa para que no se me fuese a salir el corazón de tan fuerte como me había empezado a latir. Era la primera vez que le tenía tan cerca, que su aroma a hombre recién afeitado llegaba hasta mí, que se inclinaba sobre mi mesa y me decía aquello tan bonito y que había soñado tantas veces oír de su boca:
      -Puri, aquí te dejo estos informes atrasados de los días que faltaste.
     No es que yo hubiera soñado con oírle decir aquello, es que fue lo que dijo.
     Me quedé catatónica, vamos, es que no pude mover ni un dedo. Cuando ya se dio la vuelta para irse, volvió a mirarme y dijo:
    -¿Sabes? Me gustabas más antes, tenías un no sé qué, un encanto especial que no tienen las demás, pero bueno, es que yo soy muy clásico para esas cosas, no me hagas mucho caso...
    Y allí me quedé, sin contestarle, muda, sin reaccionar, sólo pensando: “Soy gilipollas, nací gilipollas y gilipollas me moriré”.




                                       

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