3-PRISAS, JALEO, AGOBIO, GENTE, GENTE, MÁS GENTE...¡QUÉ BONITO!

       Una vez situada laboralmente, sólo me faltaba tener un alojamiento, porque mientras encontraba trabajo, iba y venía todos los días al pueblo, a casa de mis padres, pero eso no era plan, yo quería tener mi propia casa, poner las cosas a mi gusto y disfrutar de mi propio espacio, por eso pensé que lo mejor sería comprar un pisito, aunque no fuese muy grande, porque mi hucha estaba sin fondos, pero bueno, como todo el mundo tenía una hipoteca, yo no iba a ser menos, si ya hasta parece que hace mal efecto no deber dinero a ningún banco...
            ¡Angelito! ¡Qué inocente! Esa fue mi mayor decepción, tenía la idea de que el que quiere comprarse algo y no tiene dinero, puede acudir a los bancos para que se lo presten, sólo hay que tener una nómina para poder hacer frente a la deuda.
            Eso era lo que yo pensaba, claro, “los bancos están para eso ¿no?” decía muy convencida. Pues no, claro que no, ahora sé que los bancos están para que tú pongas allí tu dinero y ellos puedan trabajar con él.
            Era la primera vez que me veía en el trance de tener que pedir dinero, y me sorprendió saber que para que te den un préstamo, antes hay que demostrar que tienes más de lo que pides. ¡Pero bueno!, si lo tuviese ¿para qué se lo iba a pedir a ellos? No lo entiendo, los bancos prestan dinero a los que no lo necesitan porque ya lo tienen, ¿es así? ¿Es eso? ¡Pues vaya un negocio! Así no se puede, porque a pesar de todo, y suponiendo que logres demostrar lo que te piden, o que consigas engañar a algún infeliz para que te avale (sabiendo que le esperan veinte años de insomnio por si tú no cumples y le toca cumplir a él), aún así, sólo se dignan a prestarte una parte de lo que ellos juzguen que vale el piso.




¡Tiene gracia! Porque si el valor que ellos creen, no coincide con lo que a ti te pide el vendedor, pues mira, se siente, te prestan un poco para la entrada y arréglatelas como puedas. ¡La entrada! ¿Qué entrada? Será la entrada al piso, vamos, el recibidor, porque con lo que te dan no pagas ni el pasillo. El resto, te las ingenias para ponerlo tú, total, unos cuantos miles de euros de nada.
            Y digo yo, ¿el que tiene todas esas cantidades va a molestarse en ir al banco para que le presten una miseria? ¡Que no, hombre, que no!
            Resumiendo, que te pasas veinte años de agonía hipotecado en los que, me imagino, que las tienes que pasar canutas para pagar lo que debes, y mucho peor si además tienes la mala costumbre de comer todos los días y cubrir otros gastos. Resulta que si echas cuentas, ellos te prestaron una menudencia, pero tú les has devuelto el triple…Ahora comprendo por qué los banqueros son gente solvente (o más bien “absorbente”), porque de esa manera también hago negocios yo.
            En fin, volviendo a lo mío, como se comprenderá, con ese panorama decidí no comprarme piso. Fue una decisión sencilla, sin lugar a dudas, no tuve, ni siquiera, que discutirlo conmigo misma, “de donde no hay, no se puede sacar” pensé, y con esta moral tan optimista opté por buscarme un piso de renta.
            Me cansé de visitar unos y otros, me cansé de volver a mirar los anuncios del periódico y me cansé de cansarme hasta encontrar uno que se ajustase a mis posibilidades, pero al fin lo encontré y es en el que vivo ahora, que ya he dicho antes que no es que sea un palacio, más bien parece la casa de Pin y Pon, pero bueno, yo me arreglo.
         No es muy céntrico, para ser sincera está completamente a las afueras, pero la relación entre precio y situación es directamente  proporcional, como en las matemáticas del colegio, a medida que te acercas al centro, es como si te acercases a la luna, el precio se dispara y yo también, salgo disparada hacia el extrarradio. A veces pensé que me estaba saliendo del mapa, pero de cualquier forma, es lo que tengo, y al menos he logrado tener un sitio un poco mío, o bueno, por lo menos, a medias con el dueño:  él me alquila un piso viejo y yo lo pago como si fuese nuevo, pero esto es como las lentejas, si las quieres las comes y si no…las dejas.
Me resultó  muy difícil adaptarme a mi nueva situación, porque fueron muchas las cosas que cambiaron de una vez, pero había sido una decisión mía, y aunque me costase ambientarme a mi nueva vida, estaba dispuesta, no sólo a intentarlo, sino a conseguirlo.
            No quería regresar a casa de mis padres a esperar un príncipe azul, que me rescatase de la monotonía y se casase conmigo para hacerme feliz, o para hacerme la pascua, vaya usted a saber. Reconozco que hubo momentos en que me flaquearon un poco las fuerzas, en que me sentí muy sola y en los que lloré lo mío y lo de otras cuantas..
            Pero pensé: "Puri, maja, o te aclimatas, o te aclimueres". Tenía que ser fuerte, luchar para salir adelante, al fin y al cabo, nadie se había muerto por cambiar su residencia, su ocupación y su modo de vida al mismo tiempo. Aunque tenía momentos de euforia en los que me sentía Agustina de Aragón, también tenía veces en que estaba un poco más alicaída. Pensaba que a lo mejor sí que se había muerto alguien con tanto cambio y yo no me había enterado, o incluso que yo pudiera ser la primera persona a la que tantos cambios llevaban a la tumba (otro cambio de “casa”, más pequeña que la mía aunque no mucho)
            Procuré mirar las cosas desde un punto de vista positivo, adaptar el pisito a mi aire, darle un toque personal. Cambié algunos muebles de sitio, pero es tan pequeño que no hay muchas opciones de modificación; compré en los chinos algunos adornos (mi presupuesto no daba para tiendas de diseño) y los fui poniendo por aquí y por allá, hasta que logré sentirme un poco en mi casa, y a los pocos días, hasta le había cogido cariño y todo.
            Lo que más me costó fue adaptarme al trajín diario de ir y venir a la oficina, porque no era el trabajo en sí lo que más me agotaba, a pesar de no estar acostumbrada a ello, lo malo era el tiempo que pasaba desde que salía de casa hasta que llegaba a la inmobiliaria, era más de una hora de recorrido en la que tenía que coger tres metros y un autobús con sus respectivas esperas, con sus retrasos, con ese universo de subterráneos que hay a nuestros pies en las grandes ciudades.
            Entrar por este, salir por el otro, seguir las indicaciones de las flechas, andar sin parar por debajo de la tierra, por debajo de los coches, correr y correr por debajo de otras gentes que también corrían por encima de nosotros.

            “Todo está hueco” pensé, tenía la impresión de que si un día a alguien se le colaba un tacón en una acera de la calle, le podía dar en la cabeza de otro que estuviese un poco más abajo, esperando tranquilamente el metro.
            Muchas veces me pregunté si no llegaría antes a trabajar yendo a pie, pues al fin y al cabo también andaba lo mío para coger aquellos dichosos metros. Pero la gente me arrastraba, me llevaba, y pronto me vi envuelta en aquel extraño ritmo que todos seguíamos sin saber quién lo tocaba, porque, vamos a ver, ¿por qué corremos tanto para ir a trabajar? Yo me pregunto si no sería mejor levantarse un cuarto de hora antes, pero no, no es lo mismo, pierde gracia, uno tiene que ir con el tiempo justo para acoplarse al ambiente, a la prisa que lleva todo el mundo a esas horas. Hay que ir corriendo, bajar o subir las escaleras a toda marcha aunque sean automáticas, hay que avasallar a la gente que viene en dirección contraria, y hay que pegarse por entrar en el vagón aunque ya no quepa ni un alfiler, y aunque ya esté llegando el metro siguiente. Y así vamos todos, envueltos en sudor y prisas desde por la mañana, perdiendo la conciencia hasta de tu propio cuerpo, terminando por no saber si la mano que te está rascando la pierna es la tuya, o la del señor de bigote, llegando a dudar incluso si la pierna que te pica es la tuya o la del chico de al lado que te mira sonriente. Pero no importa, el caso es llegar a fichar a la hora, aunque luego te vayas a tomar un cafetito con algún compañero para hacer un poco de tiempo, no importa, porque al día siguiente volverás a salir a la misma hora de casa, creyendo que, otra vez, vas a llegar tarde y pegándote con quien haga falta por entrar en el ansiado vagón del metro o por que no se te cuele nadie en la cola del autobús, que los hay muy listos.
            Hay que pensar que mi pueblo, ese en el que yo había vivido, tiene poco más de cien habitantes, que nos conocemos todos, que allí no hay este jolgorio matutino, que todavía no ha llegado Internet a las cuatro casas que tienen ordenador y que es otro tipo de vida, mejor dicho, aquello es vida, esto no.
            Insisto en que las personas de los pueblos no tienen un pelo de tontas, que los “paletos” de los chistes ya no se ven por el mundo, pero el día a día es diferente y gracias a eso, las personas también.
            Ojo, que yo fui la primera que alucinó cuando dijeron que iban a poner en el alto de la montaña un “parque eólico”. Que me sentí un poco “quijote” porque aquellos novedosos molinos que según decían, iban a dar luz a no sé cuánta gente, me parecían gigantes, pero de lo grandes que eran.
            Y cuando los ingenieros aquellos dieron una charla para que los vecinos supieran lo que era el “desarrollo sostenible”, yo era de las que pensaban que era un desarrollo especial, que había que sostener de alguna manera para que no se cayese.

            Y es que allí, no somos conscientes del cambio climático y la contaminación, porque el aire que se respira, todavía es del bueno, pero claro, en una ciudad como esta, cualquiera se da cuenta de que hay que hacer algo porque si no, en breve, no podremos ni respirar.
            Como pequeña contribución a disminuir el deshielo de los glaciares y todo eso, en vez de ir en coche al trabajo, ya digo que iba en transporte público (por eso y porque no tengo coche, que también influye), pero la verdad es que llegaba a la oficina ya cansada, vamos, agotada, con ganas de todo menos de trabajar.
            El primer día no sabía ni por dónde empezar, la encargada de aquel área me condujo hasta la  que se suponía que iba a ser mi mesa, me entregó un montón de papeles para llevar al archivo general, una lista de documentos para que los sacase del archivo y se los entregase a ella, otra lista de clientes a los que tenía que citar para esa tarde a las  cinco, y un paquete de cartas para pasarlas al ordenador, después de lo cual, se fue.
            Me senté y miré todo aquello, realmente ya no sabía si había que meter en el archivo a los clientes o si había que archivar el teléfono a las cinco. La mesa era una especie de caos, un revuelto incomprensible de papeles que yo nunca podría ordenar. Juro que sentí unas ganas de llorar que no me cabían dentro, de verdad.
          
 Mi primer impulso fue dejar todo aquello allí y salir corriendo. ¡Vamos! Con todo el cansancio que tenía desde que había salido de casa, encima me encontraba semejante papeleta, no era justo, no me pareció nada bien, yo esperaba un recibimiento especial, unas palabras de bienvenida, una presentación a los compañeros, pero no hubo nada de eso. Miré a mi alrededor y vi que más de cincuenta personas trabajaban en aquel mismo sitio, unas estaban ya dale que te pego a la tecla del ordenador, y otras hablaban por dos teléfonos a la vez, mientras no cesaba el ir y venir continuo a lo que se suponía que eran los archivos generales y donde daba la impresión de que regalasen algo, a juzgar por la aglomeración que había.

            Nadie reparó en mi presencia, así que me dispuse a quitarme la chaqueta y a colgar el bolso en el respaldo de la silla, no me atrevía ni a volver la cabeza para buscar una percha. Tímidamente fui abriendo los cajones de la mesa sin saber muy bien lo que buscaba, y fui colocando unos bolígrafos y alguna otra cosa que encontré por allí. Alguien había tenido el detalle de dejarme encendido el ordenador, y en la pantalla no cesaba de pasar una y otra vez la misma pregunta en varios colores y tamaños diferentes: “¿Hasta dónde quieres llegar hoy?”
            “Hasta casa”, me contesté a mí misma, y era cierto, con llegar a casa sana y salva después de aquel día que apenas había empezado y ya me tenía hecha un lío, me conformaba.             
                                             (Mañana te presento al "huracán" Marta... ya verás, ya)

1 comentario:

soco dijo...

Me encanta, Bea. Tiened un sentido del humor fabuloso que desdramatiza cualquier problema y lo presenta como banal, pero sólo en la superficie. Como diríamos de pequeñas "la cosa tiene mucha miga"

Besos.